martes, 31 de marzo de 2009

La Luna - Jaime Sabines


La luna se puede tomar a cucharadas

o como una cápsula cada dos horas.
Es buena como hipnótico y sedante
y también alivia
a los que se han intoxicado de filosofía
Un pedazo de luna en el bolsillo
es el mejor amuleto que la pata de conejo:
sirve para encontrar a quien se ama,
y para alejar a los médicos y las clínicas.

Se puede dar de postre a los niños
cuando no se han dormido,
y unas gotas de luna en los ojos de los ancianos
ayudan a bien morir
Pon una hoja tierna de la luna
debajo de tu almohada
y mirarás lo que quieras ver.

Lleva siempre un frasquito del aire de la luna
para cuando te ahogues,
y dale la llave de la luna
a los presos y a los desencantados.

Para los condenados a muerte
y para los condenados a vida
no hay mejor estimulante que la luna
en dosis precisas y controladas

martes, 24 de marzo de 2009

Digitación - extracto - Milorad Pavic

-Extracto de la novela Diccionario Jázaro-

Término que en la música designa la distribución y el orden más adecuados del uso de los dedos en la ejecución de una melodía. En el Asia Menor, entre los tañedores de laúd del siglo XVII, se apreciaban particularmente las digitaciones de Yusuf Masudi. «Digitación de Satanás», así llamada a causa de la particular dificultad para ejecutarla. Existe una versión española de la «Digitación de Satanás», que era utilizada por los moros. De ella se ha conservado solamente una transcripción para guitarra de la cual se puede deducir que, para ejecutarla, se necesitaban once dedos. Según la leyenda, en tales ocasiones Satanás se servía de la cola. Algunos sostienen que en su origen el término «Digitación de Satanás» significaba otra cosa totalmente distinta, esto es, que revelaba el orden de los procedimientos aptos para producir el oro, o bien el orden en que es necesario sembrar los árboles frutales en un huerto para tener siempre frutas frescas, desde la primavera hasta el otoño. Solo posteriormente este orden se aplicó a la música y fue transformado en digitación verdadera y propia, de modo que en ella se enterró la sabiduría y nacieron otras sabidurías, más antiguas. Esto significa que el secreto de la digitación puede traducirse de una lengua a otra de los sentidos humanos, sin perder nada de su eficacia.

Yusuf Masudi procede de una familia de Anatolia. Se dice que le enseño a tocar a su mujer, que era zurda y que tocaba sosteniendo el instrumento al revés. Es verdad que una digitación, utilizada en los siglos XVII y XVIII por los tañedores de laúd de Anatolia, fue inventada por él. Según la leyenda, tenía la capacidad muy sutil de adivinar la calidad de un instrumento antes de escucharlo. La presencia de un laúd desafinado en la casa le ponía inquieto, incluso le provocaba náuseas. Tocaba su instrumento y lo afinaba orientándose según las estrellas. Sabía que la mano izquierda del músico olvida su propio oficio con el tiempo, pero la derecha nunca. Dejó la música muy pronto y acerca del modo en que decidió abandonarla se ha conservado una leyenda.

En uno de sus viajes descansando en una posada de un pequeño pueblo, cuando la oscuridad caía en copos rojizos y Masudi respiraba profundamente sobre su cama. Su propio cuerpo le parecía una nave que se mecía sobre las olas. Alguien en la habitación contigua tocaba el laúd. Desde entonces, entre los tañedores de laúd de Anatolia circuló durante mucho tiempo una leyenda sobre esa noche y esa música. Masudi se dio cuenta enseguida de que el laúd en cuestión era un ejemplar extraordinario. La madera de que estaba hecho el instrumento no había sido sacada de un árbol abatido a hachazos y la sonoridad de la madera no había sido matada. Esa madera, además, había sido encontrada en algún lugar alto, donde los bosques, no oyen el agua. Y, por último, la caja de resonancia del instrumento no era de madera sino de una materia de origen animal. Masudi distinguía estas cosas como los bebedores de vino distinguen una borrachera de vino blanco de una de vino tinto. El desconocido tocaba una canción que Masudi conocía bien, pero, puesto que era muy rara, se sorprendió de que alguien la tocara en un lugar tan apartado. En esa canción había un pasaje dificilísimo y Masudi, había puesto en circulación una digitación especial para esta canción, de modo que los tañedores de laúd la tocaban así. El desconocido, sin embargo no utilizaba la solución de Masudi, sino otra todavía mejor, pero Masudi no alcanzaba a comprender cómo se ejecutaba esa digitación, no podía encontrar la clave. Estaba estupefacto. Esperó a que la canción fuera repetida y, cuando eso sucedió, Masudi finalmente comprendió. El desconocido utilizaba once dedos en ese pasaje. Por eso Masudi supo que era Satanás el que tocaba, porque el diablo cuando toca utiliza también la cola.

–¿ Me ha alcanzado él a mí o viceversa? –balbuceó Masudi, y corrió hasta la habitación de al lado. Allí encontró a un hombre que tenía los dedos delgados y todos de la misma longitud. Víboras de plata le serpenteaban en la barba. Se llamaba Yabir ibn Akshani y delante de él se encontraba un caparazón de tortuga blanca.

–¡Muéstreme! –balbuceó Masudi –, –¡muéstreme! Lo que acabo de oír es imposible…

Yabir ibn Akshani bostezo abriendo lentamente la boca de par en par, como si por ella debiera parir un niño invisible, al cual tan solo con los labios y la lengua le daba la forma definitiva.

–¿Que quieres que te muestre? –repuso, y estalló en carcajadas– ¿la cola?...

domingo, 22 de marzo de 2009

Me Dueles - Jaime Sabines



Mansamente, insoportablemente, me dueles.
Toma mi cabeza. Córtame el cuello.
Nada queda de mí después de este amor.

Entre los escombros de mi alma, búscame,
escúchame.
En algún sitio, mi voz sobreviviente, llama,
pide tu asombro, tu iluminado silencio.

Atravesando muros, atmósferas, edades,
tu rostro (tu rostro que parece que fuera cierto)
viene desde la muerte, desde antes
del primer día que despertara al mundo.

¡Qué claridad de rostro, qué ternura
de luz ensimismada,
qué dibujo de miel sobre hojas de agua!

Amo tus ojos, amo, amo tus ojos.
Soy como el hijo de tus ojos,
como una gota de tus ojos soy.
Levántame. De entre tus pies levántame, recógeme,
del suelo, de la sombra que pisas,
del rincón de tu cuarto que nunca ves en sueños.
Levántame. Porque he caído de tus manos
y quiero vivir, vivir, vivir.

Sugerido por PedroTT

domingo, 15 de marzo de 2009

Las Reglas del Juego - José Carlos Becerra

Yo no daría la vida por mi vida: es otra mi verdadera historia.
Octavio Paz






Cada uno debe entrar en su propio degüello, cada uno retocando su respiración,
cultivando sus excepciones a la regla, sus moluscos solares, haciendo sus abstinencias más inclementes y más diáfanas, porque la luz debe romperse allí, la eternidad debe dejar caer un guijarro en ese gemido.

Recuerden la niñez de vuestra madre, la niñez de vuestra muerte; solitarios del mundo y de todos los deseos,
inoculados por el lagarto y el pájaro que se enfrentan en todas las intenciones de la sangre.
Ustedes han sentido la máscara y la falsificación de la máscara: el rostro
en los invernaderos de las pequeñas, inútiles ceremonias que todavía nos conmueven.

Bajo la luz de una luna parecida a la desnudez de las antiguas palabras,
escuchen este ritmo, esta vacilación de las aguas,
la noche está moviendo sus ruedas oscuras, estas palabras llevan ese significado,
y yo me dejo arrastrar por aquello que quiero decir: aquello que ignoro,
y he aquí que la frase delibera su propio silencio.

Oh noche casual de estas palabras,
oh azar donde la frase regresa a su silencio y el silencio retorna a la primera frase,
en el lenguaje aparecen de nuevo los primeros caracoles, las primeras estrellas de mar,
y las bestias de la niebla ponen su vaho en los nuevos espejos.

Aquel que diga que la primera palabra dejará caer el primer vaso, aquel que golpee su asombro con violencia verá aparecer el fuego en sus cabellos,
aquel que ría en voz alta será el primero en guardar silencio,
aquel que despierte antes de tiempo sorprenderá a su esqueleto haciéndole señas extrañas a los árboles
y el mar, como un síntoma interrumpido, vuelve de nuevo a oírse a lo lejos
y en su respiración otra vez escuchamos el ruido de esa puerta que bate azotada por el viento del infinito.

Nace la luna sobre el mar como una antigua mirada del hombre.

En el puerto
se van encendiendo las primeras luces.

Aporte de PedroTT para Q-entos

martes, 10 de marzo de 2009

Las Malas Palabras - Roberto Fontanarrosa





Congreso de la Lengua Española... sin más palabras, prefiero que escuchen a que lean.

Pluma, lápiz y veneno - Oscar Wilde

Ha sido constante motivo de reproche contra los artistas y hombres de letras su carencia de una visión integral de la naturaleza de las cosas. Como regla, esto debe necesariamente ser así. Esa misma concentración de visión e intensidad de propósito que caracteriza el temperamento artístico es en sí misma un modo de limitación. A aquellos que están preocupados con la belleza de la forma nada les parece de mucha importancia. Sin embargo, hay muchas excepciones a esta regla. Rubens sirvió como embajador, Goethe como consejero de Estado, y Milton como secretario de Cromwell. Sófocles desempeñó un cargo cívico en su propia ciudad; los humoristas, ensayistas y novelistas de la América moderna no parecen desear nada mejor que transformarse en representantes diplomáticos de su país; y el amigo de Charles Lamb, Thomas Criffiths Wainewright, terna de esta breve memoria, aunque de un temperamento extremadamente artístico, siguió muchos otros llamados además del llamado del arte; no fue solamente un poeta y un pintor, un crítico de arte, un anticuario, un prosista, un aficionado a las cosas hermosas y un diletante de las cosas encantadoras, sino también un falsificador de capacidad más que ordinaria, y un sutil y secreto envenenador, casi sin rival en ésta o cualquier edad.

Este hombre destacable, tan poderoso con "pluma, lápiz y veneno", como dijo finamente de él un gran poeta de nuestros propios días, había nacido en Chiswick en 1794. Su padre era el hijo de un distinguido abogado de Gray's Inn y Hatton Carden. Su madre era hija del celebrado doctor Griffiths, el editor y fundador de la Monthly Review, el partícipe en otra especulación literaria de Thomas Davis, ese famoso librero de quien Johnson dijo que no era un librero, sino "un caballero que comerciaba en libros", el amigo de Goldsmith y Wedgwood, y uno de los más conocidos hombres de su día. La señora Wainewright murió al darlo a luz, a la temprana edad de veintiuno, y una noticia necrológica en el Gentleman's Magazine nos habla de su "amable disposición y numerosos méritos" y agrega algo extrañamente que "se supone que ella había comprendido los escritos del señor Locke tan bien como quizá no lo hizo ninguna persona de uno u otro sexo hoy viviente". Su padre no sobrevivió mucho a la joven esposa, y el pequeño parece haber sido educado por su abuelo y, tras la muerte de éste en 1803, por su tío, George Edward Griffiths, a quien posteriormente envenenó. Pasó su juventud en Lindon House, Turnham Creen, una de aquellas muchas hermosas mansiones georgianas que, desgraciadamente, han desaparecido ante las incursiones del constructor suburbano, y a sus amorosos jardines y bien arbolado parque debió ese simple y apasionado amor a la naturaleza que no lo abandonó a través de su vida y que lo hizo tan particularmente susceptible a las influencias espirituales de la poesía de Wordsworth.

Sin embargo, no debemos olvidar que este joven cultivado, que fue tan susceptible a las influencias wordsworthianas, fue también uno de los más sutiles y secretos envenenadores de ésta o cualquier edad. Cómo se sintió inicialmente fascinado por este extraño pecado, no nos lo cuenta, y el diario en el que anotó cuidadosamente los resultados de sus terribles experimentos y los métodos que adoptó, infortunadamente se ha perdido para nosotros. Además, se mostró reticente hasta sus últimos días en la materia y prefirió hablar sobre La excursión y los Poemas basados en el afecto. No hay duda, sin embargo, de que el veneno que usaba era la estricnina. En uno de los hermosos anillos que tanto lo enorgullecían, y que le servían para ostentar el fino modelado de sus manos marfileñas, acostumbraba llevar cristales de la nux vomita india, un veneno -nos dice uno de sus biógrafos- "casi insípido, y capaz de una disolución casi infinita". Sus asesinatos, dice De Quincey, fueron más de los que se dieron a conocer judicialmente. De esto no hay duda, y algunos de ellos son merecedores de mención. Su primera víctima fue su tío, Thomas Griffiths. Lo envenenó en 1829 para tomar posesión de Lindon House, un lugar al que se había sentido siempre muy unido. En agosto del año siguiente envenenó a la señora Abercrombie, su suegra, y en diciembre envenenó a la amorosa Helen Abercrombie, su cuñada. Por qué asesinó a la señora Abercrombie no está averiguado. Puede haber sido por un capricho, o para gratificar cierto perverso sentimiento de poder que había en él, o porque ella sospechaba algo, o por ninguna razón. Pero el asesinato de Helen Abercrombie fue llevado adelante por él y su esposa en consideración a una suma de unas 18.000 libras, en la que ellos habían asegurado la vida de ella en varias compañías.

Al agente de una compañía de seguros que lo visitaba una tarde y que creyó que podría aprovechar la ocasión para señalar que, después de todo, el crimen era un mal negocio, le replicó: "Señor, ustedes, hombres de la Ciudad, entran en sus especulaciones y aceptan sus riesgos. Algunas de sus especulaciones tienen éxito, algunas fracasan. Sucede que las mías han fallado, sucede que las suyas han tenido éxito. Esa es la única diferencia, señor, entre mis visitantes y yo. Pero, señor, le mencionaré a usted una cosa en la que yo he tenido éxito hasta el final. He estado determinado a conservar a través de la vida la posición de un caballero. Siempre he hecho eso. Lo hago aún. Es costumbre de este lugar que cada uno de los inquilinos de una celda cumpla su turno de limpieza. ¡Yo ocupo una celda con un albañil y un deshollinador, pero ellos nunca me ofrecen la escoba!". Cuando un amigo le reprochó el asesinato de Helen Abercrombie, él se encogió de hombros y dijo: "Sí, fue cosa espantosa hacerlo, pero tenía tobillos muy gruesos".

Naturalmente, está muy cerca de nuestro propio tiempo para que seamos capaces de formar algún juicio puramente artístico sobre él. Es imposible no sentir un fuerte prejuicio contra un hombre que podría haber envenenado a Tennyson, o al señor Gladstone, o al señor de Balliol. Pero si el hombre hubiera usado un ropaje y hablado un idioma diferente del nuestro, si hubiera vivido en la Roma imperial o en el tiempo del Renacimiento italiano, o en la España del siglo XVII, o en cualquier tierra y cualquier siglo que no fueran los nuestros, hubiéramos sido capaces de arribar a una estimación perfectamente desprejuiciada de su posición y valor. Yo sé que hay muchos historiadores, o al menos escritores sobre asuntos históricos, que aun creen necesario aplicar juicios morales a la historia, y que distribuyen su elogio o reprobación con la solemne complacencia de un maestro de escuela satisfecho. Este es, sin embargo, un hábito tonto, y solamente demuestra que el instinto moral puede ser llevado a un grado tan elevado de perfección que hace su aparición dondequiera no es requerido. Ninguna persona con verdadero sentido histórico soñaría nunca con reprobar a Nerón, regañar a Tiberio, o censurar a César Borgia. Esas personas son como los títeres de una representación. Pueden llenarnos de terror, horror o admiración, pero no pueden hacernos daño. No están en relación inmediata con nosotros. No tenemos nada que temer de ellos. Han pasado a la esfera del arte y de la ciencia, y ni el arte ni la ciencia saben nada de aprobación o desaprobación moral. Y así puede suceder algún día con el amigo de Charles Lamb. Por el momento, siento que él es un poco demasiado moderno para ser tratado con ese fino espíritu de curiosidad desinteresada, al que debemos tantos encantadores estudios de los grandes criminales del Renacimiento italiano, de las plumas del señor John Addington Symonds, la señorita Mary F. Robinson, la señorita Vernon Lee y otros distinguidos escritores. Sin embargo, el Arte no lo ha olvidado. Él es el héroe de Hunted Down, de Dickens; el Varney de la Lucretia, de Bulwer; y es grato notar que la ficción ha rendido algún homenaje a quien fue tan poderoso con "pluma, lápiz y veneno". Ser inspirador para la ficción es mucho más importante que una simple realidad.

viernes, 6 de marzo de 2009

El Jardrín Encantado - Italo Calvino

Giovannino y Serenella caminaban por las vías del tren. Abajo había un mar todo escamas azul oscuro azul claro; arriba un cielo apenas estriado de nubes blancas. Los rieles eran relucientes y quemaban. Por las vías se caminaba bien y se podía jugar de muchas maneras: mantener el equilibrio, él sobre un riel y ella sobre el otro, y avanzar tomados de la mano. 0 bien saltar de un durmiente a otro sin apoyar nunca el pie en las piedras. Giovannino y Serenella habían estado cazando cangrejos y ahora habían decidido explorar las vías, incluso dentro del túnel. Jugar con Serenella daba gusto porque no era como las otras niñas, que siempre tienen miedo y se echan a llorar por cualquier cosa. Cuando Giovannino decía: “Vamos allá”, Serenella lo seguía siempre sin discutir.

¡Deng! Sobresaltados miraron hacia arriba. Era el disco de un poste de señales que se había movido. Parecía una cigüeña de hierro que hubiera cerrado bruscamente el pico. Se quedaron un momento con la nariz levantada; ¡qué lástima no haberlo visto! No volvería a repetirse.

-Está a punto de llegar un tren -dijo Giovannino.

Serenella no se movió de la vía.

-¿Por dónde? -preguntó.

Giovannino miró a su alrededor, con aire de saber. Señaló el agujero negro del túnel que se veía ya límpido, ya desenfocado, a través del vapor invisible que temblaba sobre las piedras del camino.

-Por allí -dijo. Parecía oír ya el oscuro resoplido que venía del túnel y vérselo venir encima, escupiendo humo y fuego, las ruedas tragándose los rieles implacablemente.

-¿Dónde vamos, Giovannino?

Había, del lado del mar, grandes pitas grises, erizadas de púas impenetrables. Del lado de la colina corría un seto de ipomeas cargadas de hojas y sin flores. El tren aún no se oía: tal vez corría con la locomotora apagada, sin ruido, y saltaría de pronto sobre ellos. Pero Giovannino había encontrado ya un hueco en el seto.

-Por ahí.

Debajo de las trepadoras había una vieja alambrada en ruinas. En cierto lugar se enroscaba como el ángulo de una hoja de papel. Giovannino había desaparecido casi y se escabullía por el seto.

-¡Dame la mano, Giovannino!

Se hallaron en el rincón de un jardín, los dos a cuatro patas en un arriate, el pelo lleno de hojas secas y de tierra. Alrededor todo callaba, no se movía una hoja. “Vamos” dijo Giovannino y Serenella dijo: “Sí”.

Había grandes y antiguos eucaliptos de color carne y senderos de pedregullo. Giovannino y Serenella iban de puntillas, atentos al crujido de los guijarros bajo sus pasos. ¿Y si en ese momento llegaran los dueños?

Todo era tan hermoso: bóvedas estrechas y altísimas de curvas hojas de eucaliptos y retazos de cielo, sólo que sentían dentro esa ansiedad porque el jardín no era de ellos y porque tal vez fueran expulsados en un instante. Pero no se oía ruido alguno. De un arbusto de madroño, en un recodo, unos gorriones alzaron el vuelo rumorosos. Después volvió el silencio. ¿Sería un jardín abandonado?

Pero en cierto lugar la sombra de los árboles terminaba y se encontraron a cielo abierto, delante de unos bancales de petunias y volúbilis bien cuidados, y senderos y balaustradas y espalderas de boj. Y en lo alto del jardín, una gran casa de cristales relucientes y cortinas amarillo y naranja.

Y todo estaba desierto. Los dos niños subían cautelosos por la grava: tal vez se abrirían las ventanas de par en par y severísimos señores y señoras aparecerían en las terrazas y soltarían grandes perros por las alamedas. Cerca de una cuneta encontraron una carretilla. Giovannino la cogió por las varas y la empujó: chirriaba a cada vuelta de las ruedas con una especie de silbido. Serenella se subió y avanzaron callados, Giovannino empujando la carretilla y ella encima, a lo largo de los arriates y surtidores.

-Esa -decía de vez en cuando Serenella en voz baja, señalando una flor.

Giovannino se detenía, la cortaba y se la daba. Formaban ya un buen ramo. Pero al saltar el seto para escapar, tal vez tendría que tirarlas.

Llegaron así a una explanada y la grava terminaba y el pavimento era de cemento y baldosas. Y en medio de la explanada se abría un gran rectángulo vacío: una piscina. Se acercaron: era de mosaicos azules, llena hasta el borde de agua clara.

-¿Nos zambullimos? -preguntó Giovannino a Serenella.

Debía de ser bastante peligroso si se lo preguntaba y no se limitaba a decir: “¡Al agua!”. Pero el agua era tan límpida y azul y Serenella nunca tenía miedo. Bajó de la carretilla donde dejó el ramo. Llevaban el bañador puesto: antes habían estado cazando cangrejos. Giovannino se arrojó, no desde el trampolín porque la zambullida hubiera sido demasiado ruidosa, sino desde el borde. Llegó al fondo con los ojos abiertos y no veía más que azul, y las manos como peces rosados, no como debajo del agua del mar, llena de informes sombras verdinegras. Una sombra rosada encima: ¡Serenella! Se tomaron de la mano y emergieron en la otra punta, con cierta aprensión. No había absolutamente nadie que los viera. No era la maravilla que imaginaban: quedaba siempre ese fondo de amargura y de ansiedad, nada de todo aquello les pertenecía y de un momento a otro ¡fuera!, podían ser expulsados.

Salieron del agua y justo allí cerca de la piscina encontraron una mesa de ping-pong. Inmediatamente Giovannino golpeó la pelota con la paleta: Serenella, rápida, se la devolvió desde la otra punta. Jugaban así, con golpes ligeros para que no los oyeran desde el interior de la casa. De pronto la pelota dio un gran rebote y para detenerla Giovannino la desvió y la pelota golpeó en un gong colgado entre los pilares de una pérgola, produciendo un sonido sordo y prolongado. Los dos niños se agacharon en un arriate de ranúnculos. En seguida llegaron dos criados de chaqueta blanca con grandes bandejas, las apoyaron en una mesa redonda debajo de un parasol de rayas amarillas y anaranjadas y se marcharon.

Giovannino y Serenella se acercaron a la mesa. Había té, leche y bizcocho. No había más que sentarse y servirse. Llenaron dos tazas y cortaron dos rebanadas. Pero estaban mal sentados, en el borde de la silla, movían las rodillas. Y no lograban saborear los pasteles y el té con leche. En aquel jardín todo era así: bonito e imposible de disfrutar, con esa incomodidad dentro y ese miedo de que fuera sólo una distracción del destino y de que no tardarían en pedirles cuentas.

Se acercaron a la casa de puntillas. Mirando entre las tablillas de una persiana vieron, dentro, una hermosa habitación en penumbra, con colecciones de mariposas en las paredes. Y en la habitación había un chico pálido. Debía de ser el dueño de la casa y del jardín, agraciado de él. Estaba tendido en una mecedora y hojeaba un grueso libro ilustrado. Tenía las manos finas y blancas y un pijama cerrado hasta el cuello, a pesar de que era verano.

A los dos niños que lo espiaban por entre las tablillas de la persiana se les calmaron poco a poco los latidos del corazón. El chico rico parecía pasar las páginas y mirar a su alrededor con más ansiedad e incomodidad que ellos. Y era como si anduviese de puntillas, como temiendo que alguien pudiera venir en cualquier momento a expulsarlo, como si sintiera que el libro, la mecedora, las mariposas enmarcadas y el jardín con juegos y la merienda y la piscina y las alamedas le fueran concedidos por un enorme error y él no pudiera gozarlos y sólo experimentase la amargura de aquel error como una culpa.

El chico pálido daba vueltas por su habitación en penumbra con paso furtivo, acariciaba con sus blancos dedos los bordes de las cajas de vidrio consteladas de mariposas y se detenía a escuchar. A Giovannino y Serenella el corazón les latió aún con más fuerza. Era el miedo de que un sortilegio pesara sobre la casa y el jardín, sobre todas las cosas bellas y cómodas, como una antigua injusticia.

El sol se oscureció de nubes. Muy calladitos, Giovannino y Serenella se marcharon. Recorrieron de vuelta los senderos, con paso rápido pero sin correr. Y atravesaron gateando el seto. Entre las pitas encontraron un sendero que llevaba a la playa pequeña y pedregosa, con montones de algas que dibujaban la orilla del mar. Entonces inventaron un juego espléndido: la batalla de algas. Estuvieron arrojándoselas a la cara a puñados, hasta caer la noche. Lo bueno era que Serenella nunca lloraba.

El Vendedor de Sueños - Milorad Pavic

Indagando un poco mas acerca de este escritor que recientemente incorporé a Q-entos, gracias a la sugerencia de PedroTT, encontré casi de cuasualidad, si existe, esta presentación multimedia que me resultó muy interesante.
Disfruten.