viernes, 21 de noviembre de 2008

Mi Hijo el Físico - Isaac Asimov

Su cabello era claro de un color verde manzana, muy apagado, muy pasado de moda. Se notaba que tenía buena mano con el tinte, como hace treinta años, antes de que se pusieran de moda los reflejos y las mechas.
Una sonrisa dulce cubría su rostro y una mirada tranquila convertía cierta vejez en algo sereno.
Y, en comparación, convertía en caos la confusión que la rodeaba en aquel enorme edificio gubernamental.
Una chica pasó medio corriendo a su lado, se detuvo y la observó con una mirada vacía y sorprendida.
—¿Cómo ha entrado?
—Estoy buscando a mi hijo, el físico.
La mujer sonrió.
—Su hijo, el...
—En realidad es ingeniero de Comunicaciones. El físico en jefe Gerard Cremona.
—El doctor Cremona. Bueno, está... ¿Dónde está su pase?
—Aquí lo tiene. Soy su madre.
—Bueno, señora Cremona, no lo sé. Tengo que... Su despacho está por ahí. Pregúnteselo al primero que encuentre. —Se alejó medio corriendo.
La señora Cremona movió la cabeza lentamente. Supuso que había ocurrido alguna cosa. Esperaba que Gerard estuviera bien. Oyó voces al otro extremo del pasillo y sonrió contenta. Pudo distinguir la de Gerard.
—Hola, Gerard —dijo al entrar en la habitación.
Gerard era un hombre grande que lucía todavía una buena cabellera en donde empezaban a verse las canas que no se molestaba en teñir. Dijo que estaba demasiado ocupado. Ella se sentía muy orgullosa de él y del aspecto que tenía.
En aquel momento, hablaba en voz muy alta con un hombre vestido con atuendo militar. No pudo distinguir el rango pero sabía que Gerard podía manejarlo bien.
Gerard levantó la vista y dijo:
—¿Qué quiere...? ¡Madre! ¿Qué haces aquí?
—Quedamos que vendría hoy a verte.
—¿Es jueves hoy? Oh, Dios, lo había olvidado. Siéntate, mamá, ahora no puedo hablar. Cualquier sitio. Cualquier sitio. Mire, general.
El general Reiner miró por encima del hombro y con una mano le tocó la espalda.
—¿Su madre?
—Sí.
—¿Tendría que estar aquí?
—En este momento, no, pero yo me hago responsable de ella. Ni siquiera sabe leer un termómetro de modo que no entenderá nada de todo esto. Mire, general. Están en Plutón. ¿Lo entiende? Están allí. Las señales de radio no pueden ser de origen natural de modo que deben proceder de seres humanos, de nuestros hombres. Tendrán que admitirlo. De todas las expediciones que hemos enviado más allá del cinturón de asteroides, una ha conseguido llegar. Y están en Plutón.
—Sí, comprendo lo que está diciendo, ¿pero no sigue siendo imposible? Los hombres que están ahora en Plutón salieron hace cuatro años con un equipo que no podía mantenerles con vida más de un año. Así es como lo veo yo. Su objetivo era Ganímedes y parecen haber recorrido ocho veces esa distancia.
—Exactamente. Y nosotros tenemos que averiguar cómo y por qué. Puede..., puede simplemente... que hayan conseguido ayuda.
—¿Qué clase de ayuda? ¿Cómo?
Cremona apretó con fuerza las mandíbulas como si estuviera rezando interiormente.
—General —dijo—, estoy poniéndome en una situación precaria pero es remotamente posible que hayan recibido la ayuda de seres no humanos. Extraterrestres. Tenemos que averiguarlo. No sabemos cuánto tiempo puede mantenerse el contacto.
—Quiere decir —(en el serio rostro del general apareció una inedia sonrisa)— que quizá se hayan escapado y que en cualquier momento puedan ser capturados de nuevo.
—Quizá. Quizá. El futuro entero de la raza humana quizá dependa de que sepamos exactamente lo que ocurre. De saberlo ahora.
—De acuerdo. ¿Qué es lo que quiere?
—Vamos a necesitar en seguida el ordenador Multivac del Ejército. Tiene que abandonar el trabajo que está haciendo en este momento y empezar a programar nuestro problema semántico general. Todos sus ingenieros de Comunicaciones tienen que abandonar cualquier trabajo y coordinarse con los nuestros.
—Pero, ¿por qué? No entiendo qué tiene que ver una cosa con la otra.
Una suave voz les interrumpió.
—General, ¿quiere un poco de fruta? He traído unas naranjas.
—¡Mamá! ¡Por favor! —exclamó Cremona—. ¡Después! General, es muy sencillo. En este momento Plutón está a una distancia de seis mil millones de kilómetros. Las ondas de radio tardan seis horas, viajando a la velocidad de la luz, para llegar de aquí a allá. Si decimos algo, tendremos que esperar doce horas hasta recibir una respuesta. Si ellos dicen algo y nosotros no lo entendemos y contestamos «qué» y ellos lo tienen que repetir..., perdemos todo un día.
—¿No hay forma de ir más rápido? —preguntó el general.
—Claro que no. Es la ley básica de la comunicación. Ninguna información puede transmitirse a mayor velocidad que la luz. Necesitaríamos meses para tener la misma conversación con Plutón que en pocas horas tendríamos nosotros ahora mismo.
—Sí, lo entiendo. ¿Y realmente cree que hay extraterrestres metidos en esto?
—Lo creo. Para ser sincero, no todos los que están aquí están de acuerdo conmigo. No obstante, estamos utilizando todos los recursos posibles para encontrar algún método de concentrar la comunicación. Tenemos que transmitir cuantas más señales posibles por segundo y esperar que consigamos lo que necesitamos antes de perder el contacto. Y ahí es donde necesito la Multivac y a sus hombres. Debe de existir alguna estrategia de comunicaciones que podemos utilizar para reducir el número de señales. Tan sólo el aumento del diez por ciento en la eficacia puede suponer un ahorro de una semana.
La suave voz interrumpió de nuevo.
—Dios mío, Gerard, ¿se trata de hablar un poco?
—¡Madre! ¡Por favor!
—Pero si lo estás enfocando todo al revés.
—Madre. —La voz de Cremona empezaba a traslucir una cierta impaciencia.
—Bueno, de acuerdo, pero si vas a decir algo y después esperar doce horas a que te respondan, es una tontería. No deberían hacerlo así.
El general emitió un bufido.
—Doctor Cremona, ¿quiere que consultemos a...?
—Un momento, general —dijo Cremona—. ¿A qué te estás refiriendo, mamá?
—Mientras esperas una respuesta —dijo la señora Cremona, seriamente— continúa transmitiendo y diles que ellos hagan lo mismo. Tú hablas continuamente y ellos hablan continuamente. Tú pones a alguien que escuche continuamente y ellos también hacen lo mismo. Si cualquiera de los dos dice algo que quiere una respuesta, puedes hacerlo, pero lo más probable es que te digan todo lo que necesites saber sin preguntar.
Ambos hombres se la quedaron mirando fijamente.
—Claro. Una conversación continua —susurró Cremona—. Sólo con un desfase de doce horas. Dios mío, tenemos que ponernos en marcha.
Salió de la habitación dando grandes zancadas y casi arrastrando al general. Al cabo de unos segundos volvió a entrar.
—Madre —dijo—, si me perdonas, creo que tardaré unas horas. Te mandaré a una de las chicas para que te haga compañía. O échate una siesta, si lo prefieres.
—No te preocupes, Gerard —contestó la señora Cremona.
—De todas formas ¿cómo se te ha ocurrido, mamá? ¿Qué te hizo pensar en esta solución?
—Pero, Gerard, todas las mujeres lo saben. Cualquiera de dos mujeres al videófono o simplemente cara a cara sabe que el secreto de hacer que se extienda una noticia es, sea lo que sea, hablar continuamente.
Cremona intentó sonreír. A continuación, y temblándole el labio inferior, salió.
La señora Cremona lo observó cariñosamente. Un hombre tan guapo, su hijo, el físico. A pesar de ser un hombre maduro e importante, todavía era consciente de que un chico siempre debe escuchar los consejos de su madre.

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