martes, 24 de marzo de 2009

Digitación - extracto - Milorad Pavic

-Extracto de la novela Diccionario Jázaro-

Término que en la música designa la distribución y el orden más adecuados del uso de los dedos en la ejecución de una melodía. En el Asia Menor, entre los tañedores de laúd del siglo XVII, se apreciaban particularmente las digitaciones de Yusuf Masudi. «Digitación de Satanás», así llamada a causa de la particular dificultad para ejecutarla. Existe una versión española de la «Digitación de Satanás», que era utilizada por los moros. De ella se ha conservado solamente una transcripción para guitarra de la cual se puede deducir que, para ejecutarla, se necesitaban once dedos. Según la leyenda, en tales ocasiones Satanás se servía de la cola. Algunos sostienen que en su origen el término «Digitación de Satanás» significaba otra cosa totalmente distinta, esto es, que revelaba el orden de los procedimientos aptos para producir el oro, o bien el orden en que es necesario sembrar los árboles frutales en un huerto para tener siempre frutas frescas, desde la primavera hasta el otoño. Solo posteriormente este orden se aplicó a la música y fue transformado en digitación verdadera y propia, de modo que en ella se enterró la sabiduría y nacieron otras sabidurías, más antiguas. Esto significa que el secreto de la digitación puede traducirse de una lengua a otra de los sentidos humanos, sin perder nada de su eficacia.

Yusuf Masudi procede de una familia de Anatolia. Se dice que le enseño a tocar a su mujer, que era zurda y que tocaba sosteniendo el instrumento al revés. Es verdad que una digitación, utilizada en los siglos XVII y XVIII por los tañedores de laúd de Anatolia, fue inventada por él. Según la leyenda, tenía la capacidad muy sutil de adivinar la calidad de un instrumento antes de escucharlo. La presencia de un laúd desafinado en la casa le ponía inquieto, incluso le provocaba náuseas. Tocaba su instrumento y lo afinaba orientándose según las estrellas. Sabía que la mano izquierda del músico olvida su propio oficio con el tiempo, pero la derecha nunca. Dejó la música muy pronto y acerca del modo en que decidió abandonarla se ha conservado una leyenda.

En uno de sus viajes descansando en una posada de un pequeño pueblo, cuando la oscuridad caía en copos rojizos y Masudi respiraba profundamente sobre su cama. Su propio cuerpo le parecía una nave que se mecía sobre las olas. Alguien en la habitación contigua tocaba el laúd. Desde entonces, entre los tañedores de laúd de Anatolia circuló durante mucho tiempo una leyenda sobre esa noche y esa música. Masudi se dio cuenta enseguida de que el laúd en cuestión era un ejemplar extraordinario. La madera de que estaba hecho el instrumento no había sido sacada de un árbol abatido a hachazos y la sonoridad de la madera no había sido matada. Esa madera, además, había sido encontrada en algún lugar alto, donde los bosques, no oyen el agua. Y, por último, la caja de resonancia del instrumento no era de madera sino de una materia de origen animal. Masudi distinguía estas cosas como los bebedores de vino distinguen una borrachera de vino blanco de una de vino tinto. El desconocido tocaba una canción que Masudi conocía bien, pero, puesto que era muy rara, se sorprendió de que alguien la tocara en un lugar tan apartado. En esa canción había un pasaje dificilísimo y Masudi, había puesto en circulación una digitación especial para esta canción, de modo que los tañedores de laúd la tocaban así. El desconocido, sin embargo no utilizaba la solución de Masudi, sino otra todavía mejor, pero Masudi no alcanzaba a comprender cómo se ejecutaba esa digitación, no podía encontrar la clave. Estaba estupefacto. Esperó a que la canción fuera repetida y, cuando eso sucedió, Masudi finalmente comprendió. El desconocido utilizaba once dedos en ese pasaje. Por eso Masudi supo que era Satanás el que tocaba, porque el diablo cuando toca utiliza también la cola.

–¿ Me ha alcanzado él a mí o viceversa? –balbuceó Masudi, y corrió hasta la habitación de al lado. Allí encontró a un hombre que tenía los dedos delgados y todos de la misma longitud. Víboras de plata le serpenteaban en la barba. Se llamaba Yabir ibn Akshani y delante de él se encontraba un caparazón de tortuga blanca.

–¡Muéstreme! –balbuceó Masudi –, –¡muéstreme! Lo que acabo de oír es imposible…

Yabir ibn Akshani bostezo abriendo lentamente la boca de par en par, como si por ella debiera parir un niño invisible, al cual tan solo con los labios y la lengua le daba la forma definitiva.

–¿Que quieres que te muestre? –repuso, y estalló en carcajadas– ¿la cola?...

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