-¿No me reconoces? Soy aquella a la que amaste tanto —decía la mendiga.
Me compadeci de la infortunada, la vestí y le di de comer.
¡Ah!, con cuánta autoridad dominaba al día siguiente a los de casa; vigilaba mis lecturas, se quejaba del olor del tabaco. Un dia, expulsó a mi legítima esposa.
–¿No me reconoces? Soy tu esposa legítima. . .
—¡Ah, no, una vez es suficiente!